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miércoles, 25 de abril de 2007

El rey midas

El dios del vino y la alegría, Dionisos, tenía entre su cortejo muchos sátiros, genios de la naturaleza que tenían forma de hombre de la cintura para arriba, pero que tenían patas y cola de macho cabrío, además de un miembro viril de gran tamaño y siempre erecto. Bebían vino constantemente, y perseguían a la ménades y a las ninfas para saciar su lujuria. El más anciano de los sátiros era Sileno. Tenía la nariz chata, ojos de toro y una gran barriga. Cabalgaba sobre un asno, pues en su permanente ebriedad no podía sostenerse por sí mismo.

En una ocasión, después de una gran fiesta, Sileno se extravió y fue encontrado por campesinos, quienes lo capturaron sin reconocerlo y lo llevaron en presencia de Midas, el gran rey de Frigia. Midas había sido iniciado en los misterios dionisíacos, y reconoció inmediatamente a Sileno. Lo liberó de sus cadenas y le rindió grandes honores, tras lo cual lo condujo de regreso al cortejo de Dionisos.
El dios agradeció amablemente al rey, y le ofreció concederle un deseo Midas respondió inmediatamente: “Deseo que todo lo que toque se convierta en oro”. Dionisio frunció el entrecejo y le dijo: “Seguro que deseas eso?”. A lo que Midas respondió: “Seguro, el oro me hace tan feliz!” Finalmente, Dionisio contesta reacio: “Muy bien, a partir de mañana todo lo que toques se transformará en oro”.
Al día siguiente, Midas, completamente extasiado, se sentó a desayunar y tomó una rosa entre sus manos para respirar su fragancia. Pero… al tocarla se había convertido en un frío metal. “Tendré que absorber el perfume sin tocarlas, supongo”, pensó desilusionado. Sin reflexionar, se le ocurrió comer un granito de uva, pero casi se quebró una muela por morder la pelotita de oro que cayó en su boca. Con mucho cuidado quiso comer un pedacito de pan, sin embargo estaba tan duro lo que antes había sido blandito y delicioso! Un traguito de vino, quizás… pero al llevar el vaso a la boca se ahogó tragando el oro líquido!
De repente, toda su alegría se transformó en miedo. Justo en ese momento, su querida gatita saltó para sentarse con él, pero al querer acariciarla, quedó como una estatua dura y fría. Midas se puso a llorar: “Sentiré solamente cosas frías el resto de mi vida?”, gritaba entre lágrimas. Al sentir el llanto de su padre, Zoe se apresuró para reconfortarlo. Midas quiso detenerla pero al instante una estatua de oro había quedado a su lado. El rey lloraba desconsoladamente.
Finalmente levantó los brazos y suplicó a Dionisio: “Oh, Dionisio, no quiero el oro! Ya tenía todo lo que quería! Solo quiero abrazar a mi hija, sentirla reir, tocar y sentir el perfume de mis rosas, acariciar a mi gata y compartir la comida con mis seres queridos! Por favor, quítame esta maldición dorada!” El amable dios Dionisio le susurró al corazón: “Puedes deshacer el toque de oro y devolverle la vida a las estatuas, pero te costará todo el oro de tu reino” y Midas exclamó: “Lo que sea! Quiero a la vida no al oro!”

Dionisos le dijo que debía lavarse las manos y la cara en el río Pactolo. Midas siguió este consejo, y aunque el río se llenó de hojuelas de oro, pronto Midas volvió a la normalidad. Desde ese entonces el oro abunda en las orillas del Pactolo.

Midas celebró su nueva vida regalando todas sus posesiones y se fue a vivir al bosque junto con su hija en una cabaña. A partir de lo ocurrido, jamás dejó de disfrutar de la auténtica y verdadera felicidad.
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